Ágil y veloz, oscuro como la noche. Luz y reflejos van y vienen en los pequeños espejitos de su moto. Llega a la plaza, aminora la marcha lo justo para
comprobar que no viene nadie por su derecha, luego emboca la calle Vigna Stelluti a toda velocidad.
—Tengo ganas de verlo, hace dos días que no hablamos.
Una agraciada muchacha de tes blanca, de ojos cafes y bonitas posaderas aprisionadas en un par de crueles Miss Sixty, sonríe a su amiga, una rubia
tan alta como ella pero algo más regordeta.
—Ay, Sel, ya sabes cómo es, que haya estado contigo no quiere decir que ahora salgáis juntos.
Sentadas en sus motos, fuman cigarrillos demasiado fuertes, tratando de darse aires y también de aparentar algún que otro año de más.
—Y eso qué tiene que ver, sus amigos me han dicho que él no llama nunca.
—¿Por qué, a ti te ha llamado?
—¡Sí!
—Bueno, tal vez se haya equivocado de número.
—¿Dos veces?
Sonríe, feliz de haber hecho callar a su amiga siempre con la broma a punto, que, sin embargo, no se da por vencida.
—De los amigos no te puedes fiar nunca. ¿Has visto qué caras?
Cerca de ellas, con unas motos de potencia igual a la de sus músculos, Joe, Lucone, Hook, el Siciliano, Bunny, Schello y muchos más. Nombres improbables de historias difíciles. No tienen un trabajo fijo. Algunos ni siquiera demasiado dinero en el bolsillo, pero se divierten y son amigos. Es suficiente. Además, les gustan las peleas, y de eso nunca falta. Están en la plaza Jacini, sentados sobre sus Harley, sobre viejas 350 Four con los cuatro silenciadores originales, o con la clásica cuatro en uno, cuyo ruido es más potente. Soñadas, suspiradas y finalmente concedidas por sus padres gracias a extenuantes súplicas. O al sacrificio del desafortunado alelado que olvidó la cartera en el cajetín de alguna Scarabeo, o en el bolsillo interior de una Henry Lloyd demasiado fácil de limpiar durante el recreo.
Esculturales y sonrientes, siempre con ganas de bromear, las manos robustas con alguna que otra marca, recuerdo de alguna pelea. John Milius habría perdido la cabeza por ellos. Las muchachas, más silenciosas, sonríen; casi todas se han escapado de casa, inventando una noche tranquila en casa de una amiga que, en cambio, está sentada a su lado, hija de la misma mentira.
Gloria, una muchacha con las mallas azules y la camiseta del mismo color con pequeños corazones celestes, hace gala de una espléndida sonrisa.
—Ayer me divertí un montón con Dario. Celebramos que hace seis meses que estamos juntos.
Seis meses, piensa Selena. A mí me bastaría uno…
Selena suspira, luego vuelve a encandilarse con las palabras de su amiga.
—Fuimos a comer una pizza a Baffetto.
—Vaya, yo también fui.
—¿A qué hora?
—Mmm… a eso de las once.
Odia a su amiga que interrumpe el relato. Siempre hay alguien o algo que interfiere en los sueños de uno.
—Ah, no, a esa hora nos habíamos marchado ya.
—Pero bueno, ¿queréis escucharme?
Un único «sí» sale de aquellas bocas de gustos particulares a brillo de labios a la fruta o a pintalabios robados a dependientes distraídos o en los baños maternos, mejor surtidos, si cabe, que tantas pequeñas perfumerías.
—Llegado un momento, se acerca el camarero y me trae un ramo de rosas rojas enorme. Dario sonríe, mientras todas las chicas que están en la pizzería me miran conmovidas y también con algo de envidia.
Casi se arrepiente de la frase, al notar a su alrededor las mismas miradas.
—No por Dario… ¡Por las rosas!
Una risita tonta vuelve a unirlas.
—Luego me besó en la boca, me tomo la mano y metió en ella esto.
Enseña a las amigas un fino anillo con una pequeña piedra celeste, con reflejos casi tan alegres como los de sus ojos enamorados. Palabras de estupor y un «¡Precioso!» acogen aquel sencillo anillo.
—Después nos fuimos a mi casa y estuvimos juntos. Mis padres no estaban, fue estupendo. Puso el CD de Cremonini, me vuelve loca. Luego nos
tumbamos en la terraza bajo un edredón para contemplar las estrellas.
—¿Había muchas? —Selena es, sin lugar a dudas, la más romántica del grupo.
—¡Muchísimas!
Un poco más allá, una versión diferente.
—Eh, ayer por la noche no contestabas…
Hook. Una banda sobre el ojo, fija. El pelo ondulado y largo, ligeramente más rubio en las puntas, le da un aire de angelito que contradice su fama,
algo infernal.
—Entonces, ¿se puede saber lo que hiciste ayer por la noche?
—Nada. Fui a comer a Baffetto con Gloria y luego, visto que no estaban sus padres, fuimos a su casa y lo hicimos. Lo de siempre, nada especial…
¿Habéis visto cómo han reestructurado el Panda?
Dario trata de cambiar de tema. Pero Hook no abandona su presa.
—Cada tres o cuatro años reestructuran todos los locales… ¿Por qué no nos llamaste?
—No pensábamos salir, lo hicimos así, de repente.
—Qué raro, tú nunca haces nada de repente.
El tono no promete nada bueno. Los demás se dan cuenta. Pollo y Lucone dejan de jugar al fútbol con una lata abollada. Se acercan sonrientes.
Schello da una calada más larga a su cigarrillo y hace la acostumbrada mueca.
—Tienen que saber, muchachos, que ayer hizo seis meses que Gloria y Dario están juntos y que él quiso salir a celebrarlo solo.
—No es verdad.
—¿Cómo que no? Te vieron comiendo una pizza. ¿Es verdad que quieres trabajar por tu cuenta?
—Sí, dicen que quieres abrir una florería.
—¡Guau! —Todos empiezan a darle palmaditas y golpes en la espalda mientras Hook lo toma con el brazo alrededor del cuello y con el puño cerrado le frota con fuerza la cabeza.
—Qué tierno…
—¡Ay! Dejame…
El resto se le tira encima, riendo como locos, hasta casi ahogarlo con sus músculos anabolizados. Bunny, a continuación, mostrando los dos gruesos dientes delanteros que le han regalado aquel apodo, grita sin desmentirse:
—tomemos a Gloria.
Las All Star celestes, con la pequeña estrella roja que centra el círculo de goma sobre el tobillo, bajan de la Vespa y tocan ágilmente el suelo.
Gloria apenas tiene tiempo de dar dos pasos apresurados antes de que el Siciliano la levante. Su pelo rubio hace un extraño contraste con el ojo oscuro del Siciliano, con su ceja malamente cosida, con aquella nariz aplastada y blanda, privada del frágil hueso por un buen directo, unos meses antes, en el bar de Fiermonti.
—Déjarme, venga, para ya.
Schello, Pollo y Bunny los rodean de inmediato y fingen ayudarlo a tirar al aire aquellos cincuenta y cinco kilos bien distribuidos, procurando meter las manos en el sitio justo.
—Parar ya, venga.
El resto de las muchachas se acercan también a ellos.
—Dejarla en paz.
—Se han portado como unos infames, en lugar de celebrarlo con todo el grupo. Bueno, pues ahora lo celebraremos nosotros a nuestro modo.
Vuelven a lanzar a Gloria por los aires, riendo y bromeando.
Dario, a pesar de ser algo más menudo que los demás y regalar rosas, se abre paso a empujones. Agarra a Gloria por la mano, justo en el momento en el que esta vuelve a bajar, y la pone a sus espaldas.
—Ahora basta, dejarlo ya.
—¿Por qué motivo?
El Siciliano sonríe y se planta delante de él con las piernas abiertas. Los vaqueros, ligeramente más claros, se tensan sobre sus cuádriceps abultados. Gloria, apoyada sobre el hombro de Dario, asoma solo la mitad. Si hasta entonces ha contenido las lágrimas, ahora contiene también el aliento.
—¿Si no qué haces?
Dario mira al Siciliano a los ojos.
—Vete, qué carajos quieres, siempre tienes que hacer el tonto.
La sonrisa se desvanece de los labios del Siciliano.
—¿Qué has dicho?
La rabia le hace mover los pectorales. Dario aprieta los puños. Un dedo, escondido entre el resto, cruje con un ruido sordo. Gloria entorna los ojos.
Schello permanece con el cigarrillo colgando en la boca abierta. Silencio. Repentinamente, un rugido rompe el aire. La moto de Nick llega en medio de
un gran estruendo. Se ladea al fondo de la curva y hace veloz el caballito, frenando poco después en medio del grupo.
—¿Qué hacen?
Gloria finalmente suspira. El Siciliano mira a Dario.
Una leve sonrisa deja para otro momento la cuestión.
—Nada, Nick, se habla demasiado y no se hace nunca un poco de movimiento.
—¿Tienes ganas de desentumecerte un poco?
El soporte de la moto salta como una navaja y se planta en el suelo. Nick baja y se quita la cazadora—Se aceptan competidores.
Pasa junto a Schello y, abrazándolo, le quita de la mano la Heineken que acaba de abrir
—Hola, Nick.
—Hola.
Schello sonríe, feliz de ser su amigo, un poco menos por haber perdido la cerveza.
Cuando la cara de Nick vuelve a bajar después de haber dado un largo trago, sus ojos se encuentran con los de Selena.
—Hola.
Los labios carnosos de ella, ligeramente rosados y pálidos, se mueven imperceptiblemente al pronunciar aquel saludo en voz baja. Los diminutos
dientes blancos, regulares, se iluminan al mismo tiempo que sus preciosos ojos verdes tratan de transmitir todo su amor, inútilmente. Es demasiado.
Nick se acerca a ella, mirándola a los ojos.Selena mantiene la mirada, incapaz de bajarla, de moverse, de hacer algo, de detener aquel pequeño corazón que, como loco, toca un «solo» al estilo Clapton.
—Sostén esto.
Se quita el Daytona con la correa de acero y lo deja en sus manos. Selena lo mira alejarse, luego aprieta el reloj, acercándoselo al oído. Siente aquel ligero zumbido, el mismo que escuchó hace algunos días bajo su almohada, mientras él dormía y ella pasó algunos minutos contemplándolo en silencio. En aquel momento, en cambio, el tiempo parecía haberse detenido.
Nick trepa ágilmente hasta llegar a la marquesina que hay sobre Lazzareschi, saltando la reja del cine Odeon.
—Entonces, ¿quién viene? ¿Qué pasa, hay que invitaros por escrito?
El Siciliano, Lucone y Joe no se hacen de rogar. Uno tras otro, como monos con cazadoras en lugar de pelo, trepan con facilidad por la verja. Llegan a la marquesina; el último es Schello, doblado ya en dos para recuperar el aliento.
—Yo ya estoy muerto, hago de árbitro. —Y da un sorbo a la Heineken que, milagrosamente, ha conseguido no volcar durante la agotadora ascensión: para los demás un juego de niños, para él una hazaña a lo Messner.
Las siluetas se recortan en la penumbra de la noche.
—¿Listos? —Schello grita alzando rápidamente la mano. Una salpicadura de cerveza alcanza algo más abajo a Valentina, una guapa morena con cola de caballo que sale desde hace poco con Gianlu, un tipo bajo hijo de un rico corbatero.
—¡Coño! —se le escapa, en gracioso contraste con su refinada cara—. Ten cuidado, ¿no?
Los demás se ríen, secándose las gotas que les han alcanzado.
Una vez reunidos casi todos, una decena de cuerpos musculosos y entrenados se preparan sobre la marquesina. Las manos delante en paralelo, las caras tensas, los pechos hinchados.
—¡Venga! ¡Uno! —grita Schello y todos los brazos se doblan sin esfuerzo. Silenciosos y todavía frescos, alcanzan el mármol frío, y se alzan de
nuevo sin perder tiempo—. ¡Dos! —De nuevo abajo, más rápidos y decididos—. ¡Tres! —Siguen, igual que antes, con más fuerza que antes—.¡Cuatro! —Sus caras, muecas casi surreales, sus narices, con pequeñas arrugas, bajan a la vez. Rápidas, con facilidad, rozan el suelo y luego vuelven a subir—. ¡Cinco! —grita Schello dando un último sorbo a la lata y lanzándola al aire—. ¡Seis! —La golpea con una patada precisa—. ¡Siete! —La lata vuela por los aires. Luego, como una lenta paloma torcaz, golpea de lleno la Vespa de Valentina.
—Coño, eres realmente un tonto, yo me voy. —Las amigas se echan a reír.
Gianluca, su novio, deja de hacer flexiones y baja de un salto de la marquesina.
—No, andale, venga, no te pongas así.
La rodea con sus brazos y trata de detenerla, consiguiéndolo con un tórrido beso que interrumpe sus palabras.
—Está bien, pero dile algo a ese.
—¡Ocho! —Schello baila sobre la marquesina moviendo alegremente las manos.
—Chicos, ya hay uno que con la excusa de que su mujer se ha cabreado ha abandonado. Pero la competición continúa.
—¡Nueve! —Todos se ríen y, ligeramente más acalorados, bajan.
Gianluca mira a Valentina.
—¿Qué puedes decirle a uno así? —Le toma la cara entre las manos—.Perdónalo, cariño, no sabe lo que hace —dice, haciendo gala de unos discretos conocimientos en materia de religión pero de una pésima práctica ya que, a continuación, empieza a morrearse con ella delante de las otras chicas.
La voz gruesa del Siciliano con aquel acento particular de su pueblo que, junto a la piel olivácea, le ha valido también el apodo, retumba en la plaza.
—Vamos, Sche, aumenta algo el ritmo que si no me duermo.
—¡Diez!
Nick desciende con facilidad. La corta camiseta azul claro deja al descubierto sus brazos. Los músculos están hinchados. En las venas el corazón
late potente, aunque todavía lento y tranquilo. No como entonces. Aquel día su joven corazón había empezado a latir velozmente, como enloquecido.
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